Un mundo feliz
Recuerdo cuando era niña en el pueblo de mi abuela….Las
horas pasaban
tan lentamente que oías los minutos uno a uno, los días eran larguísimos y las
vacaciones de verano duraban una eternidad. Y nunca me aburría. Puedo decir
todos los cantos de gallo, el ruido de las gallinas, a mi abuela abriendo y
cerrando cajones, su voz al hablar en húngaro con la vecina Evi, el tren
pasando, el color de los rayos de sol entrando en casa, hasta las pelusillas de
polvo flotando por el aire, tan lentas y tan indiferentes a todo. Parece que
todas las cosas insignificantes se hacían grandes, cobraban su espacio y su
importancia resonando fuerte en mi estado de pereza y felicidad...
A veces vagueaba sola….la nieta que hasta muy tarde se refugiaba en la casa de la abuela…otras vivía junto a los otros tres mosqueteros, aventuras increíbles. Subidos los cuatro encima del barco, la máquina de coser de mi abuela, navegábamos por mares y océanos y desde allí arriba luchábamos en batallas con dragones y monstruos marinos, saltábamos al mar, volvíamos a subir, a defendernos en gritos de guerra. Toda la casa estaba habitada por pintorescos personajes que salían de los armarios, de las puertas y de las propias paredes. Hasta los pollitos recién nacidos que tenía mi abuela en su pequeña granja participaban en nuestro cuento, cada uno identificado con su nombre, convenientemente escrito en un papel y colgado con hilos de sus pequeños cuellos, y corriendo a defenderse en la terrible guerra por toda la casa. Nunca nos cansábamos, nunca nos aburríamos y nunca teníamos la culpa de nada. En cuanto mi severo tío aparecía por la puerta, barríamos de un movimiento los estragos de guerra y como cual angelitos inocentes nos sentábamos en las sillas cada uno con un libro tan interesante, que no oíamos, siquiera, a mi tío entrar…
A veces vagueaba sola….la nieta que hasta muy tarde se refugiaba en la casa de la abuela…otras vivía junto a los otros tres mosqueteros, aventuras increíbles. Subidos los cuatro encima del barco, la máquina de coser de mi abuela, navegábamos por mares y océanos y desde allí arriba luchábamos en batallas con dragones y monstruos marinos, saltábamos al mar, volvíamos a subir, a defendernos en gritos de guerra. Toda la casa estaba habitada por pintorescos personajes que salían de los armarios, de las puertas y de las propias paredes. Hasta los pollitos recién nacidos que tenía mi abuela en su pequeña granja participaban en nuestro cuento, cada uno identificado con su nombre, convenientemente escrito en un papel y colgado con hilos de sus pequeños cuellos, y corriendo a defenderse en la terrible guerra por toda la casa. Nunca nos cansábamos, nunca nos aburríamos y nunca teníamos la culpa de nada. En cuanto mi severo tío aparecía por la puerta, barríamos de un movimiento los estragos de guerra y como cual angelitos inocentes nos sentábamos en las sillas cada uno con un libro tan interesante, que no oíamos, siquiera, a mi tío entrar…
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